miércoles, 19 de enero de 2011



¿Qué es ese cuentagotas, pitido nauseabundo y lánguido, guía de ciegos, ahora, mientras piso el asfalto? ¿Por qué me duele la sangre? ¿Qué? ¿Qué me falta? Me falta algo, en la mano, o en la espalda. Y no sé qué es. Pero me duele que ya no se clave contra mí, y no cargar con su peso. Ahora me doy cuenta. Es el semáforo el que me habla, y lo que me dice es que me han robado.

Fuíste tú, gitanilla, ¿Verdad? Lo veo en el brillo de tus ojos, a negocio cerrado. Y me lo sugiere la sonrisa, la sonrisa de La Burla, que es una en general y que no viene a hacerse a nada, sino que es sólo un viento, vespertino y sinuoso, que sujeta a las nubes que a su vez sujetan la luna que a su vez sujeta mi alma, pendiendo de su catalejo, siempre vigilada, por lo que pueda pasar.

Pero hoy, hoy no. Hoy estoy sola entre corrientes y amalgamas de muchedumbre fresca, forjada de algodón prensado y esparto -o al menos así son sus expresiones curiosas, abotonadas miradas, para con todo lo que yo pueda ser o no.

Y lo siento, siento la navaja aquí, entre mis dientes, mis omoplatos, desglosándome en un hurto, que se lleva mucho más que un robo, que se lleva mi nombre, mi pasado, mis garantías y credibilidad.

Y eso no es lo peor, gitanilla, aunque tú no lo sepas.

Que te llevas muy poco, por si te supo a mucho. No me has dejado sin nada, desnuda y bajo una lluvia cartilaginosa.

Sólo te has llevado lo que más quería, aunque fuera poco y no valiese mucho. Y con el resto de mis pertenencias y lujos...con eso tengo que lidiar yo, sin más arma que mi sangre helada en la acera, que no deja de tirar de mis botas para que no pueda pasear, ni siquiera luchar.

Yo te compro romero. Lo necesito. Pero devuélveme por lo menos la voz preocupada de la luna, o la de esas míticas madres de la savana, que no conozco, pero que sé que lamen lágrimas, porque lo dicen las leyendas impenetrables de mis días de maillot y chándal, de cajas pequeñas de zumo con bocadillos de lechuga.

¡Claro que nunca antes habían querido robarme! O eso creía yo, y por eso dejé todos mis juguetes en cualquier lugar que no conozco, que sigo sin definir, y me concentro en todo esto que no lleva a ninguna parte. Las muchedumbres, la embestida del semáforo, el dialecto de la ciudad que me acoge, los halagos y obscenidades rebotando contra mis piernas pobremente cubiertas.

No estoy. Me refugio los inciensos amarillos de mi compañera, ausente, de vejaciones urbanas.

Descubro que también han entrado desconocidos en mi casa, sin mi permiso ni mi llave.

Pero esta vez para dejarme flores.

1 comentario:

la niña de los pies de plomo dijo...

Qué hermoso.

Aunque hay que tener cuidado con las gitanillas, y con los tratos que hagas con ellas.
A veces te sonríen y en sus ojos ves reflejos de luna, y nadie sabe si eso es que te la quieren mostrar para robarte un trocito de corazón, o de verdad te muestran el camino hacia ella.

(Qué suerte entrar en casa y encontrarte flores ^^ . Ahí va una más de regalo, ¡pero métela en agua, que sino se marchita!)